Al finalizar de leer ese cuento, descubrí el genial estilo que tiene mi amiga Sheyla al escribir. Sebastián, un alma en pena que atormenta a la escritora. “Sebastián es…”, es un aterrador cuento fantasmagórico bastante interesante. Un pequeño niño-ánima que no deja en paz a mi amiga ni a los vecinos de su edificio. Y a pesar que en ese entonces me asustaban muchísimo los fantasmas, y siendo ese cuento muy realista, lo pude terminar de leer y me pareció fascinante. Sebastián era un alma bastante molestosa; pero, felizmente no existía, y Sheyla creó con facilidad y astucia este personaje. Como era sábado y tenía toda la tarde libre, decidí visitarla para que me muestre más cuentos que ella había escrito. Su casa no quedaba muy lejos de la mía, pero el camino me parecía cansado y aburrido. Mientras caminaba, pensaba en Sebastián y en lo ocurrente que era Sheyla al escribir. Durante todo el camino no paré de pensar en Sebastián.
Al llegar a la casa de Sheyla me quedé afuera, ya que la reja del edificio estaba cerrada y solo se podía abrir con llave. El patio principal se encontraba vacío y no había nadie que pudiera ir a abrirme la reja. Solo se escuchaba un silencio sepulcral. “Sebastián, dije en voz baja, ábreme la reja”. Me apoyé en ella y se abrió automáticamente. “La reja debió de estar abierta y yo todo candelejón no me di cuenta”. Subí las escaleras hasta el quinto piso, recorrí el estrecho pasadizo sin ventanas en el balcón y me planté frente a la puerta del departamento de Sheyla. Toqué la puerta y abrió mi amiga. Nos saludamos y me invitó a tomar asiento. Le agradó mucho mi visita, se fue a la cocina y volvió trayéndome un jugo de naranja.
Nos habíamos sentado frente a frente para charlar mejor y empecé la plática preguntándole por Sebastián. Ella me respondió que no conocía a ningún Sebastián. Le mencioné su cuento, y ella empezó a reír diciendo que no se acordaba del personaje. “Recordé algo de los espíritus que molestan en el hogar, y decidí contar una historia ficticia como si ese fantasmita me estuviese molestando a mí”. Ambos reímos y empezamos a intercambiar ideas para que los dos pudiéramos crear un cuento. “Será mejor que traiga papel y lápiz para apuntar las ideas para tener todo ordenado y completo”. Sheyla anduvo buscando papel por todos lados y no encontraba nada. Yo le señalé el velador, y ella al llegar ahí, me dijo que no había nada. Me pareció extraño, ya que yo había visto una pequeña libreta en ese lugar. Ella me dijo luego que encima del televisor había un pequeño papel y que por favor se lo entregara. Caminé hacia el televisor y tampoco había nada. Ella, algo extrañada, se dirigió a su habitación y volvió con un cuaderno y un lapicero. Arrancó una hoja y empezó a escribir.
Terminamos de anotar las ideas y Sheyla decidió encender la televisión. Cambió varios canales y eligió uno en donde estaban pasando la película “Los infiltrados”. Nos quedamos viendo hasta que, justo en la parte en que los personajes principales están en el ascensor y sostienen una interesante conversación, se apaga el televisor. “¿Se fue la luz?”, pregunté. “No, me respondió Sheyla, las luces de afuera siguen encendidas”, concluyó abriendo las ventanas. Me acerqué a ver el enchufe, pero éste no se había desprendido del tomacorriente. Volvimos a encender la televisión y ya había sucedido lo más importante e impactante de la película. “Seguro que fue Sebastián”, dije, para no estar tan molesto. Mi amiga empezó a reír, pero se preocupó al no encontrar la hoja en donde habíamos apuntado las ideas. Ambos empezamos a maldecir y a buscar el papel por todos lados. “Quizá se habrá volado por la ventana al momento que la abrimos”. Nos asomamos por la ventana y, en efecto, vimos el papel tirado en el pasadizo. Cuando quisimos salir, la puerta no se abría. Jalábamos, empujábamos, pateábamos, hacíamos de todo, y la bendita puerta no se abría. Sheyla, un poco confundida y preocupada, me dijo: “¿No será Sebastián?”. Empecé a reír, incrédulo, y con algo de gracia dije: “Sebastián abre la puerta, por favor”. Ella jaló suavemente la puerta y se abrió. Nos miramos y no podíamos pronunciar palabra alguna. Sheyla empezó a reír a carcajadas, se dobló en dos, se cogió el estómago y se sentó en el piso a seguir riéndose. “Estás nerviosa. Es pura coincidencia. Vamos, cálmate”. Pero Sheyla seguía chinita de la risa y no se calmaba para nada. La dejé doblada en el suelo y me fui a recoger la hoja tirada en la mitad del estrecho pasadizo.
Mi amiga se calmó después de muchos minutos. Nos sentamos en el sillón y comenzamos a hablar sobre la existencia de Sebastián. Nos preguntamos si realmente era un alma en pena que no sólo existía en la mente de Sheyla y que nos estaba molestando, o nos estábamos alucinando cosas. A mí ya me estaba dando miedo, porque los fantasmas me asustaban muchísimo, pero trataba de parecer sereno frente a mi amiga que estaba algo nerviosa. Después de media hora de plática, sonó el teléfono y Sheyla se puso de pie para contestar. Era su tía que vive en España. Ella se puso muy alegre al escucharla. Yo, mientras, la esperé leyendo un cuento de Isabel Allende, escritora que despierta en Sheyla unas ganas terribles e intensas de escribir. Me entretuve leyendo los Cuentos de Eva Luna y escuchando a Sheyla hablar por teléfono. Veía a mi amiga alegre y emocionada hasta que, sorprendente y súbitamente, cambió su rostro de alegría a disgusto. Cerró suavemente sus ojos, mostró sus dientes y gritó: “¡Te odio Sebastián! Me has colgado la llamada”. Me quedé mirándola bastante asustado y Sheyla palideció.
Le dije que ya tenía que marcharme de regreso a mi hogar, pero ella me pidió que por favor me quedara hasta que llegara su hermana. Acepté, ya que vi su rostro bastante aterrado. “Siempre supe que tu imaginación era grandiosa, pero nunca creí que tus ficciones pudieran llegar a hacerse realidad”. Sheyla no me contestaba nada, y hasta empezó a temblar y a temblar. Me acerqué a ella y la abracé diciéndole que ya no pasaría nada y que se relajara. “Quisiera ver un poco de televisión”, me dijo. Y fue cuando, sin siquiera ponerme de pie y acercarme al televisor para encenderlo, la caja boba se prendió sola. Me quedé con la boca abierta y Sheyla se desmayó.
Ahí mismo llegó la hermana mayor de Sheyla. Bastante preocupada me preguntó qué había sucedido. Le conté toda la historia, pero no me creyó nada sobre el ánima de Sebastián, y empezó a darle los primeros auxilios a su hermana. Pasaron algunos minutos y Sheyla volvió en sí. Nos vio a los dos y, un poco debilitada y balbuceando, nos preguntó si había sido un sueño lo del televisor, el teléfono, la puerta, la hoja…Le respondí que sí, adelantándome a su hermana que se había confundido más. Vi a Sheyla más estable, y me despedí de ella y de su hermana. Al atravesar el umbral de la sala, me llené de valor, y dije en forma de súplica: “Sebastián abandona este hogar y anda a molestar a otra parte, pequeña ánima desgraciada e infeliz”. Regresé a mi hogar velozmente. Llegué a mi casa, entré a mi habitación y me acosté en la cama para descansar.
Me levanté algo cansado y fastidiado. No había podido dormir en todo lo que restaba de la tarde: el miedo me había puesto así. Tomé un jugo de naranja y un pan del día anterior, porque no tenía mucha hambre. Después de que me lavé la cara, un poco más despierto, me di cuenta que todas las cosas que habían en mi casa estaban fuera de lugar. “No recuerdo haberlas desordenado antes de salir”, pensé más confundido aún. Me acerqué a mi librero y sonreí aliviado porque mis libros eran los únicos que seguían en el sitio de siempre. Cogí Bestiario de Cortázar y me dispuse a leer plácidamente. A los minutos sonó el teléfono, y era una oferta de trabajo. Días antes me había presentado a una empresa de supermercados. Me explicaron en qué local trabajaría y cómo sería mi horario. También me dijeron cuánto me iban a pagar y por el tiempo que trabajaría, me parecía injusto saber que ganaría tan poco. Hice una mueca de fastidio y se cortó la llamada. Recordé que cuando estuve en la casa de Sheyla, también se había colgado la llamada telefónica de la nada. Un poco aterrado, dije en voz alta: “Quiero ver la televisión”. En ese momento el televisor se encendió solo. Cerré los ojos y sentí que el cuerpo me venció.
Desperté sobresaltado y comprendí que todo había sido un sueño, producto de mi emoción al saber que Sheyla había creado un buen personaje. Seguía un poco nervioso y me serví un vaso con agua que me la tomé en dos tragos seguidos. Volví a hablar en voz alta: “Sebastián: enciende la televisión de nuevo”, como para jugar con mi nerviosismo y comprobar que había despertado y que todo había sido un sueño. El televisor se encendió solo: cerré los ojos y me caí de bruces al suelo.
Desperté otra vez y comprendí que había soñado, que había estado soñando que el ánima del pequeño Sebastián atormentaba a Sheyla y posteriormente me atormentaba a mí. No me calmé nada hasta que después de media hora, mientras no paraba de beber agua, recordé que Sheyla no había escrito ningún cuento en el que aparecía un tenebroso y molestoso personaje llamado Sebastián. Durante toda la mañana recordaba el sueño y temblaba a cada rato, a pesar que sabía que ese fantasma no existía en realidad. Al mediodía sonó el teléfono y no supe si contestar la llamada. A la quinta timbrada, levanté la bocina, y escuché la voz de mi amiga.
- ¡Javier! ¡Estoy feliz!
- ¿Y a qué se debe tu felicidad?
- ¡Acabo de escribir un cuento y a toda mi familia le ha encantado!
- ¿En serio? ¿Y cómo se llama el cuento? –pregunté, con bastante temor.
- Se titula “Sebastián es…”. Es un cuento de suspenso que trata de un pequeño niño llamado Sebastián que tiene su alma en pena y…
Solté el teléfono y me volví a desmayar. Esta vez sabía que no era un sueño, y que el ánima de Sebastián no sólo pertenecía a la imaginación de Sheyla. Aterrado supe que Sebastián podía escapar y me podía venir a atormentar.
L. 09/11/07
Al llegar a la casa de Sheyla me quedé afuera, ya que la reja del edificio estaba cerrada y solo se podía abrir con llave. El patio principal se encontraba vacío y no había nadie que pudiera ir a abrirme la reja. Solo se escuchaba un silencio sepulcral. “Sebastián, dije en voz baja, ábreme la reja”. Me apoyé en ella y se abrió automáticamente. “La reja debió de estar abierta y yo todo candelejón no me di cuenta”. Subí las escaleras hasta el quinto piso, recorrí el estrecho pasadizo sin ventanas en el balcón y me planté frente a la puerta del departamento de Sheyla. Toqué la puerta y abrió mi amiga. Nos saludamos y me invitó a tomar asiento. Le agradó mucho mi visita, se fue a la cocina y volvió trayéndome un jugo de naranja.
Nos habíamos sentado frente a frente para charlar mejor y empecé la plática preguntándole por Sebastián. Ella me respondió que no conocía a ningún Sebastián. Le mencioné su cuento, y ella empezó a reír diciendo que no se acordaba del personaje. “Recordé algo de los espíritus que molestan en el hogar, y decidí contar una historia ficticia como si ese fantasmita me estuviese molestando a mí”. Ambos reímos y empezamos a intercambiar ideas para que los dos pudiéramos crear un cuento. “Será mejor que traiga papel y lápiz para apuntar las ideas para tener todo ordenado y completo”. Sheyla anduvo buscando papel por todos lados y no encontraba nada. Yo le señalé el velador, y ella al llegar ahí, me dijo que no había nada. Me pareció extraño, ya que yo había visto una pequeña libreta en ese lugar. Ella me dijo luego que encima del televisor había un pequeño papel y que por favor se lo entregara. Caminé hacia el televisor y tampoco había nada. Ella, algo extrañada, se dirigió a su habitación y volvió con un cuaderno y un lapicero. Arrancó una hoja y empezó a escribir.
Terminamos de anotar las ideas y Sheyla decidió encender la televisión. Cambió varios canales y eligió uno en donde estaban pasando la película “Los infiltrados”. Nos quedamos viendo hasta que, justo en la parte en que los personajes principales están en el ascensor y sostienen una interesante conversación, se apaga el televisor. “¿Se fue la luz?”, pregunté. “No, me respondió Sheyla, las luces de afuera siguen encendidas”, concluyó abriendo las ventanas. Me acerqué a ver el enchufe, pero éste no se había desprendido del tomacorriente. Volvimos a encender la televisión y ya había sucedido lo más importante e impactante de la película. “Seguro que fue Sebastián”, dije, para no estar tan molesto. Mi amiga empezó a reír, pero se preocupó al no encontrar la hoja en donde habíamos apuntado las ideas. Ambos empezamos a maldecir y a buscar el papel por todos lados. “Quizá se habrá volado por la ventana al momento que la abrimos”. Nos asomamos por la ventana y, en efecto, vimos el papel tirado en el pasadizo. Cuando quisimos salir, la puerta no se abría. Jalábamos, empujábamos, pateábamos, hacíamos de todo, y la bendita puerta no se abría. Sheyla, un poco confundida y preocupada, me dijo: “¿No será Sebastián?”. Empecé a reír, incrédulo, y con algo de gracia dije: “Sebastián abre la puerta, por favor”. Ella jaló suavemente la puerta y se abrió. Nos miramos y no podíamos pronunciar palabra alguna. Sheyla empezó a reír a carcajadas, se dobló en dos, se cogió el estómago y se sentó en el piso a seguir riéndose. “Estás nerviosa. Es pura coincidencia. Vamos, cálmate”. Pero Sheyla seguía chinita de la risa y no se calmaba para nada. La dejé doblada en el suelo y me fui a recoger la hoja tirada en la mitad del estrecho pasadizo.
Mi amiga se calmó después de muchos minutos. Nos sentamos en el sillón y comenzamos a hablar sobre la existencia de Sebastián. Nos preguntamos si realmente era un alma en pena que no sólo existía en la mente de Sheyla y que nos estaba molestando, o nos estábamos alucinando cosas. A mí ya me estaba dando miedo, porque los fantasmas me asustaban muchísimo, pero trataba de parecer sereno frente a mi amiga que estaba algo nerviosa. Después de media hora de plática, sonó el teléfono y Sheyla se puso de pie para contestar. Era su tía que vive en España. Ella se puso muy alegre al escucharla. Yo, mientras, la esperé leyendo un cuento de Isabel Allende, escritora que despierta en Sheyla unas ganas terribles e intensas de escribir. Me entretuve leyendo los Cuentos de Eva Luna y escuchando a Sheyla hablar por teléfono. Veía a mi amiga alegre y emocionada hasta que, sorprendente y súbitamente, cambió su rostro de alegría a disgusto. Cerró suavemente sus ojos, mostró sus dientes y gritó: “¡Te odio Sebastián! Me has colgado la llamada”. Me quedé mirándola bastante asustado y Sheyla palideció.
Le dije que ya tenía que marcharme de regreso a mi hogar, pero ella me pidió que por favor me quedara hasta que llegara su hermana. Acepté, ya que vi su rostro bastante aterrado. “Siempre supe que tu imaginación era grandiosa, pero nunca creí que tus ficciones pudieran llegar a hacerse realidad”. Sheyla no me contestaba nada, y hasta empezó a temblar y a temblar. Me acerqué a ella y la abracé diciéndole que ya no pasaría nada y que se relajara. “Quisiera ver un poco de televisión”, me dijo. Y fue cuando, sin siquiera ponerme de pie y acercarme al televisor para encenderlo, la caja boba se prendió sola. Me quedé con la boca abierta y Sheyla se desmayó.
Ahí mismo llegó la hermana mayor de Sheyla. Bastante preocupada me preguntó qué había sucedido. Le conté toda la historia, pero no me creyó nada sobre el ánima de Sebastián, y empezó a darle los primeros auxilios a su hermana. Pasaron algunos minutos y Sheyla volvió en sí. Nos vio a los dos y, un poco debilitada y balbuceando, nos preguntó si había sido un sueño lo del televisor, el teléfono, la puerta, la hoja…Le respondí que sí, adelantándome a su hermana que se había confundido más. Vi a Sheyla más estable, y me despedí de ella y de su hermana. Al atravesar el umbral de la sala, me llené de valor, y dije en forma de súplica: “Sebastián abandona este hogar y anda a molestar a otra parte, pequeña ánima desgraciada e infeliz”. Regresé a mi hogar velozmente. Llegué a mi casa, entré a mi habitación y me acosté en la cama para descansar.
Me levanté algo cansado y fastidiado. No había podido dormir en todo lo que restaba de la tarde: el miedo me había puesto así. Tomé un jugo de naranja y un pan del día anterior, porque no tenía mucha hambre. Después de que me lavé la cara, un poco más despierto, me di cuenta que todas las cosas que habían en mi casa estaban fuera de lugar. “No recuerdo haberlas desordenado antes de salir”, pensé más confundido aún. Me acerqué a mi librero y sonreí aliviado porque mis libros eran los únicos que seguían en el sitio de siempre. Cogí Bestiario de Cortázar y me dispuse a leer plácidamente. A los minutos sonó el teléfono, y era una oferta de trabajo. Días antes me había presentado a una empresa de supermercados. Me explicaron en qué local trabajaría y cómo sería mi horario. También me dijeron cuánto me iban a pagar y por el tiempo que trabajaría, me parecía injusto saber que ganaría tan poco. Hice una mueca de fastidio y se cortó la llamada. Recordé que cuando estuve en la casa de Sheyla, también se había colgado la llamada telefónica de la nada. Un poco aterrado, dije en voz alta: “Quiero ver la televisión”. En ese momento el televisor se encendió solo. Cerré los ojos y sentí que el cuerpo me venció.
Desperté sobresaltado y comprendí que todo había sido un sueño, producto de mi emoción al saber que Sheyla había creado un buen personaje. Seguía un poco nervioso y me serví un vaso con agua que me la tomé en dos tragos seguidos. Volví a hablar en voz alta: “Sebastián: enciende la televisión de nuevo”, como para jugar con mi nerviosismo y comprobar que había despertado y que todo había sido un sueño. El televisor se encendió solo: cerré los ojos y me caí de bruces al suelo.
Desperté otra vez y comprendí que había soñado, que había estado soñando que el ánima del pequeño Sebastián atormentaba a Sheyla y posteriormente me atormentaba a mí. No me calmé nada hasta que después de media hora, mientras no paraba de beber agua, recordé que Sheyla no había escrito ningún cuento en el que aparecía un tenebroso y molestoso personaje llamado Sebastián. Durante toda la mañana recordaba el sueño y temblaba a cada rato, a pesar que sabía que ese fantasma no existía en realidad. Al mediodía sonó el teléfono y no supe si contestar la llamada. A la quinta timbrada, levanté la bocina, y escuché la voz de mi amiga.
- ¡Javier! ¡Estoy feliz!
- ¿Y a qué se debe tu felicidad?
- ¡Acabo de escribir un cuento y a toda mi familia le ha encantado!
- ¿En serio? ¿Y cómo se llama el cuento? –pregunté, con bastante temor.
- Se titula “Sebastián es…”. Es un cuento de suspenso que trata de un pequeño niño llamado Sebastián que tiene su alma en pena y…
Solté el teléfono y me volví a desmayar. Esta vez sabía que no era un sueño, y que el ánima de Sebastián no sólo pertenecía a la imaginación de Sheyla. Aterrado supe que Sebastián podía escapar y me podía venir a atormentar.
L. 09/11/07