...hasta el límite de las gunfias.
CORTÁZAR.
El hombre volvía a sus campos a descansar después de largos días de duro trabajo. El paisaje no había cambiado en nada. Solamente que ese crudo invierno volvía todo más triste. Y mucho peor si era de noche. El hombre ya no sabía cómo entrar en calor. Ni una bebida ni acercarse al fuego lograba satisfacerlo. Estaba quedándose dormido. Sabía que aún era temprano, pero no quería dormir aún. Deseaba ver las estrellas a pesar de la noche invernal. Cerró los ojos. Pasaron algunos minutos, despertó y salió a caminar.
Mientras andaba oía a lo lejos una envolvente melodía. Caminó en dirección a esa agraciada música para saber qué bendita voz la cantaba. Caminó durante horas hasta que se sintió perdido; sin embargo, decidió seguir hasta encontrar la dueña de esa voz. Cuando sus ojos ya veían todo oscuro optó por detenerse. No sabía qué hacer. Se encontraba perdido y no sabía cómo regresar, pero la voz lo seducía y llamaba. Atraído por ese encanto, cerró los ojos y solamente se dejó guiar por sus oídos. Al sentir esa música tan cerca, se detuvo y abrió los ojos de un golpe: frente a él se encontraba una dulce princesa de vestidos morados. Ella cantaba y le daba una mirada seductora. Él se entregó de inmediato, casi sin pensarlo. La princesa tenía una energía corporal magnética. Una fuerza natural que atrapó al hombre en un suspiro.
La princesa seguía cantando pero ahora muy cerca del oído del hombre. Él respiraba el perfume de violetas que emanaba del cuello de la mujer. Quedó hechizado por sus ojos y, sobre todo, de su voz. No podía creer lo que sucedía: Ardían fuegos en las montañas, florecían geranios en los desiertos, el agua del río inundaba fértiles valles y el ruido del mar lo despertó.
Alguien había abierto la puerta de su casa.