Javier entró por primera vez a la librería y se santiguó. Un silencio fantástico y un olor a café se impregnaban en el ambiente. Contempló todos los libros y sus ojos se abrían cada vez más. Tomó uno de los cientos que reposaban en los anaqueles y se sentó en uno de los sillones a leer.
Iván entró al centro comercial y cerró los ojos. Todo el mundo conversaba y se empujaban para escoger sus productos. Subió por unas lentísimas escaleras electrónicas hacia el segundo piso y observó todas las pantallitas digitales para ser leídas. Quedó mirando una que se sostenía en un aparador entre las únicas seis que estaban dentro de un cubículo transparente.
La foto de la portada era una ciudad dividida en dos: arriba gigantes edificios modernos y abajo pequeñas casas a punto de caerse. Un fondo naranja le daba un aire caótico a la fotografía. Un libro grueso, con páginas oscuras y letras grandes. Una elegante presentación y un impresionante epígrafe. Javier se deleitaba leyendo cómodamente, acurrucado en el sillón rojo de la librería, con una ventana al frente de él que le mostraba una ciudad tan parecida a la que leía en las páginas del libro. El movimiento de sus manos y su atención en las páginas le hacían sonreír.
Con una mano sostenía la pantallita y con el dedo de la otra mano apretaba un botón digital para pasar las páginas que corrían más rápido y cortaban la emoción de lo que vendría. La bulla del centro comercial le impedía leer lo poco que le permitía la señorita que le mostraba el aparato. “¿Lo va a comprar?”.
Javier le entregó el libro y el escritor tomó el lapicero y le dibujó un niño y le deseó suerte antes de colocar su nombre en la primera página. Ambos se dieron la mano y se tomaron una foto.
Iván se acercó con la pantallita, pero a pocos metros del escritor, dio media vuelta y se fue: el autor no podría rayar la pantalla, sino ¿cómo leería?
Javier dejó el libro en su biblioteca y sonrió porque veía su anaquel más lleno de libros.
Iván llegó a su casa y dejó el aparato en la mesa. Su casa se veía más vacía.
El primer amor de Javier le entregó una carta y él, con mucho cariño, lo guardó en la página 203, porque la recibió un 20 de marzo.
Iván sostenía la carta entre sus manos y buscaba un lugar tierno en su casa y no lo encontró.
Javier tomaba su libro y lo leía una y otra vez sin maltratar sus páginas.
Iván tenía sumo cuidado con la pantalla porque la humedad de la ciudad lo podía malograr.
Javier se dedicó a forrar su libro y a mantenerlo intacto, como nuevo.
Iván se desesperó porque su aparato se le cayó y la pantalla se rajó por completo.
Pasaron los años y el olor del libro se impregnaba más en las páginas y las hojitas se ponían más amarillas: tan bueno era el libro que lo había leído miles de veces.
Iván dejó el aparato en el desván porque no terminó de leer la historia. No porque fuera mala, sino que su vista se cansaba demasiado rápido.
El libro tenía ya veinte años y seguía igual. Javier le regaló el libro a su hijo para que sea la primera novela que lea.
La pantalla se llenó de polvo e Iván no volvió a encontrarla más. Se fue a la librería y compró el libro que tenía ya su vigésimo sexta edición y se la regaló a su hija para que sea la primera novela que lea.