Estaba el mago ya colmado de sabiduría, pero le faltaba el alimento eterno, que aunque sea por un pequeño bocado, estaría preparado para vivir eternamente. Un alimento que siempre lo buscó, dejando volar su viento por los nevados, sediento del bendito néctar bondadoso generador de vida eterna: el amor de un hada hermosa. El mago, desconsolado mirando los profundos ríos, intentado ser un pez que surca alegre por las aguas, feliz de haber encontrado su pareja. Era invierno y el mago se dejaba morir por el viento helado que lo elevaba hasta la cima de las montañas, permitiéndole contemplar todas las tierras que había visitado. Todo el cielo cubierto de inmensas nubes, que ocultaban el sol, dejando a la tierra tan oscura como estaba el mago sin amor. El hombre se quedó dormido de tanto llanto, de tantos años solo con su saber sin amor. Estaba muriendo de frío, dejando su naturaleza descubierta a la intemperie; hasta que sintió calor, sosiego, armonía. Abrió los ojos y contempló árboles riendo, ríos anchos y más profundos e infinitos, un cielo gigante y celeste, como él se sentía entonces. Una tierra jamás visitada, donde el sol jamás se ocultaba y estaba siempre alumbrando las gratitudes de las maravillas paradisíacas. Pero pronto el mago sintió una profunda pena, por ver tanto paraíso sin una musa eterna. Sin embargo, un hada volaba entre los árboles, agitando sus alas, mostrando sus hermosas alas, dejando al descubierto su encantado cabello de delirio y miel. Iñapari, se presentó el hada. Qué belleza, se enamoró el mago de pronto, tomando su mano y llevándosela a sus nieves. Los ojos del hada lo hechizaron y enamoraron, ojos grandes que reflejaban toda la hermosura del paisaje. Sus ojos eran dos hermosos diamantes inexistentes para el mago, que besó con pasión, mientras tomaba con sus manos el cabello de locura. Los ríos invadieron los nevados, mientras las nieves cubrían los árboles, los diamantes se ocultaban en las montañas y el sol luchaba con las nubes. El invierno y el verano lucharon apasionadamente, dejando caer gotas de rocío sobre la hierba y la árida tierra, de la que pronto crecerían orquídeas y rosas veraniegas. El mago quedó complacido, y el hada le sonrió, bella y angelical, cuya sonrisa era tan blanca como la nieve y sus ojos tan diáfanos como el río profundo e infinito. El mago pudo vivir eternamente a partir de entonces, con sabiduría, felicidad y el amor que siempre buscó. Todos los días su invierno lo convertía en verano cuando aparecía la princesa. Todos los días el sol era radiante y crecían orquídeas. El mago se convertía en ave para alcanzar frutos altísimos para su hada, se convertía en pez para tomar alimentos exóticos, se convertía en viento para refrescarla, se convertía árbol para darle sombra, se convertía en agua para tenerla por completo, se convertía de nuevo en él, en otro tipo, para amarla por otro día más, para siempre.
Pero un día el hada no llegó. El sol dejó de resplandecer como antes, y el crudo invierno lo volvió triste y solitario. Tenía todos los conocimientos del mundo, pero de nada le servía si ya el hada, así de la nada, sin ninguna explicación, lo había abandonado. La nieve creció y el suelo se volvió árido, las orquídeas murieron y los árboles desaparecieron. Pasaron miles de años y el mago anduvo buscándola por todos los confines del mundo, pero jamás la halló. El hada había desaparecido para siempre. En pleno invierno, dejándose morir inútilmente, una bandada de aves cruzó por encima de él, cantando que la princesa no volvería, se había marchado y ya no quería ver más al mago. Su naturaleza empezó a morir de a pocos. No podía extinguir de sus bondades e inteligencia a la dulce hada de la encantadora sonrisa. Sabía que vivir una segunda vez era la única solución para el olvido, pero ya el mago había probado el alimento, el néctar sagrado del amor, para vivir eternamente. Y así, el mago pasa sus días, convertido en una laguna de lágrimas, esperando que vuelva, inútilmente, un hada que desapareció y no volvería a acompañar jamás, su eterna vida solitaria que siempre la tuvo. El amor no era más que un sueño sin sabiduría alguna.