11.22.2009

Eternidad sin gloria


Un joven se escondió detrás de un árbol para esperar a la mujer que amaba. Si la mujer que amaba salía del edificio, ella no lo vería a él porque estaba bien escondido detrás del árbol. El joven sabía que la mujer saldría del edificio a las doce del mediodía. O a las doce y media. O a la una, o a la una y media, o a las dos o a las dos y media; pero de todas formas iba a salir. El joven llegó a las once de la mañana por seguridad, no vaya a salir antes por alguna casualidad y ya no la vería. El calor, a esa hora de la mañana, aún era soportable, pero mientras pasaban los minutos, el sol vencía a las nubes y ya empezaba a calentar con fuerza. Del edificio salían grupitos de cinco o de diez, y a veces de dos, pero no salía la mujer que amaba; estoy seguro que saldrá a las doce, se decía a sí mismo. Mirando atentamente la puerta, se dejaba refrescar con el escaso viento que corría por esos momentos. A las doce en punto, muchos grupos empezaron a salir, pero la mujer que amaba no aparecía. Esperó media hora más, salió otro buen grupo, y tampoco salió la mujer. Y el sol ya empezaba a quemar. A la una de la tarde, cuando los siguientes grupos salieron, el joven se atrevió a salir del árbol y tratar de identificar si entre la gente que salía estaba la mujer que amaba. Sí, allí está, morena y hermosa…No, no es ella, ¡cómo me puedo haber confundido! El sol ya le hacía delirar. Hacia las dos de la tarde, después de haber estado de pie desde las once, apostó todas sus esperanzas a que la mujer que amaba por fin saldría del edificio; pero la mujer que amaba nunca salió. A las dos y media, ya nada le quedaba por esperar: la mujer que amaba no podía salir más tarde y, además, él tenía que regresar a su hogar. Y caminando se fue, solo y derrotado, sin haberla visto, sin siquiera haberla distinguido del grupo, sin siquiera haber visto su hermoso cabello. Nada, simplemente regresó con las piernas adoloridas, deshidratado, sudando, con la cabeza a punto de estallar y con unas esperanzas arrojadas al tacho de la basura. Su cuerpo hecho costra ya no volvería a sanar. Decidió jamás volver al mismo lugar, solamente esperaría a que el destino los volviera a juntar. Pero la mujer que amaba hasta ya se había olvidado de él. Y la mujer que amaba jamás había salido del edificio, sino hasta cuando el joven se fue. Y salió acompañada de un hombre encadenado. El joven no se había dado cuenta –y aún no se da cuenta- de que ya se había liberado de las esposas para dar la posta de la condena a un hombre que no conocía el pasado de la mujer que amaba, y que ignorando todo, sin siquiera pedirlo, fue apresado por la mujer y ya no será liberado sino hasta dentro de cinco años. O cuando la mujer vea a otro iluso y lo condene a prisión. El joven aún no se da cuenta de la felicidad que tiene, por eso sigue esperando una respuesta de la mujer que amaba; y a pesar que los signos de rechazo son más que evidentes, el joven es tan idiota que por momentos piensa en regresar al edificio para volverla a esperar. A pesar que la excusa para verla sea tan tonta, como devolverle un mechón del hermoso cabello para “ya no quedarse con nada” de la mujer que amaba, él la volverá a ver. Y ésta, burlándose, le va a volver a hacer esperar bajo un sol sofocante, detrás de un árbol de flores rojas en verano.

1 comentario:

  1. Ten cuidado. La esperanza está maldita.
    Cuando llega no se va, se pasea por cada rincón y cuando la razón te dice que es tiempo de que se vaya, pues, ya es demasiado tarde.
    Para cuando te das cuenta, te has aferrado demasiado a ella. Te atrapa y cuesta mucho dejarla para dar paso a otra. Porque las esperanzas estan siempre andando por ahi, nosotros las cogemos en el aire.
    Ten cuidado. La esperanza está maldita.

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