Un joven se escondió detrás de un árbol para esperar a la mujer que amaba. Si la mujer que amaba salía del edificio, ella no lo vería a él porque estaba bien escondido detrás del árbol. El joven sabía que la mujer saldría del edificio a las doce del mediodía. O a las doce y media. O a la una, o a la una y media, o a las dos o a las dos y media; pero de todas formas iba a salir. El joven llegó a las once de la mañana por seguridad, no vaya a salir antes por alguna casualidad y ya no la vería. El calor, a esa hora de la mañana, aún era soportable, pero mientras pasaban los minutos, el sol vencía a las nubes y ya empezaba a calentar con fuerza. Del edificio salían grupitos de cinco o de diez, y a veces de dos, pero no salía la mujer que amaba; estoy seguro que saldrá a las doce, se decía a sí mismo. Mirando atentamente la puerta, se dejaba refrescar con el escaso viento que corría por esos momentos. A las doce en punto, muchos grupos empezaron a salir, pero la mujer que amaba no aparecía. Esperó media hora más, salió otro buen grupo, y tampoco salió la mujer. Y el sol ya empezaba a quemar. A la una de la tarde, cuando los siguientes grupos salieron, el joven se atrevió a salir del árbol y tratar de identificar si entre la gente que salía estaba la mujer que amaba. Sí, allí está, morena y hermosa…No, no es ella, ¡cómo me puedo haber confundido! El sol ya le hacía delirar. Hacia las dos de la tarde, después de haber estado de pie desde las once, apostó todas sus esperanzas a que la mujer que amaba por fin saldría del edificio; pero la mujer que amaba nunca salió. A las dos y media, ya nada le quedaba por esperar: la mujer que amaba no podía salir más tarde y, además, él tenía que regresar a su hogar. Y caminando se fue, solo y derrotado, sin haberla visto, sin siquiera haberla distinguido del grupo, sin siquiera haber visto su hermoso cabello. Nada, simplemente regresó con las piernas adoloridas, deshidratado, sudando, con la cabeza a punto de estallar y con unas esperanzas arrojadas al tacho de la basura. Su cuerpo hecho costra ya no volvería a sanar. Decidió jamás volver al mismo lugar, solamente esperaría a que el destino los volviera a juntar. Pero la mujer que amaba hasta ya se había olvidado de él. Y la mujer que amaba jamás había salido del edificio, sino hasta cuando el joven se fue. Y salió acompañada de un hombre encadenado. El joven no se había dado cuenta –y aún no se da cuenta- de que ya se había liberado de las esposas para dar la posta de la condena a un hombre que no conocía el pasado de la mujer que amaba, y que ignorando todo, sin siquiera pedirlo, fue apresado por la mujer y ya no será liberado sino hasta dentro de cinco años. O cuando la mujer vea a otro iluso y lo condene a prisión. El joven aún no se da cuenta de la felicidad que tiene, por eso sigue esperando una respuesta de la mujer que amaba; y a pesar que los signos de rechazo son más que evidentes, el joven es tan idiota que por momentos piensa en regresar al edificio para volverla a esperar. A pesar que la excusa para verla sea tan tonta, como devolverle un mechón del hermoso cabello para “ya no quedarse con nada” de la mujer que amaba, él la volverá a ver. Y ésta, burlándose, le va a volver a hacer esperar bajo un sol sofocante, detrás de un árbol de flores rojas en verano.
Ten cuidado. La esperanza está maldita.
ResponderEliminarCuando llega no se va, se pasea por cada rincón y cuando la razón te dice que es tiempo de que se vaya, pues, ya es demasiado tarde.
Para cuando te das cuenta, te has aferrado demasiado a ella. Te atrapa y cuesta mucho dejarla para dar paso a otra. Porque las esperanzas estan siempre andando por ahi, nosotros las cogemos en el aire.
Ten cuidado. La esperanza está maldita.