Solamente esperaba salir de ese ambiente y llegar lo más pronto posible al auto que me llevaría a la cárcel. Las esposas ya estaban en mis muñecas. Me agitaba. Ya no rezaba, dejé de creer en Dios. Por unos segundos pensé en lo que hice. ¿Qué hice? Nada, pero igual ya me habían condenado. Un policía se me acercó. Me puse de pie. Dos hombres me tomaron por los brazos y la espalda empujándome. Imaginaba que en la calle estarían miles esperando verme esposado, avergonzado y arrepentido. Me pregunto, ¿de qué? Se abrieron las puertas. Escuché gritos, preguntas, quejas, pifias. Vi fotógrafos, camarógrafos, periodistas, policías, desconocidos, intrusos. La vi y en sus ojos me vi. ¿Te arrepientes? No dije nada, solo buscaba abrirme paso para subir a la camioneta. No me permitieron salir. Tuve ganas de llorar. Todos se me acercaron más. Me apretaron el cuerpo. Me asfixiaba. Su rostro sonriente desaparecía entre la multitud. Me desmayé.
Abrió sus ojos. Su habitación se le presentaba desordenada. Se sentía sucia.
Lamentó su sueño.
Volvió a dormir.
Estaba en frente de mí. Me reí burlonamente. Se desplomó en el acto. Había muerto.
Abrí mis ojos. Mi habitación se me presentaba impecable.
Disfruté el sueño.
Horas más tarde fui al velorio.