Es la última semana de trabajo y ya no lo soporto más. Dices que ya no te aguantaba nada y se hacía el desentendido contigo. Dices que era egoísta y un malhumorado y que siempre estaba dispuesto a molestarse con la más mínima cosa que tú hacías y que cada vez más demostraba que tenía actitudes de infante. Pero eso es mentira.
Vivía solo en su casa. No tenía más comunicación con sus padres que por medio de correos electrónicos una vez por semana. No los veía hace muchísimos meses, porque desde que decidió estudiar en la capital, él tuvo que viajar desde Trujillo hasta Lima y alquilar una pequeña habitación donde tenía que pernoctar. Sus padres le enviaban dinero cada fin de mes; pero, lo que le envían con las justas le alcanzaba para pagar la universidad, los pasajes y algo de comer. Por eso desde que supo que no le alcanzaría para nada esos pocos billetes, decidió buscar trabajo, pero no lo pudo hacer sino hasta cuando cumplió dieciocho años. Y lo primero que encontró al obtener la mayoría de edad fue como empleado de una pizzería muy conocida en el mercado de los restaurantes.
Entró muy contento al restaurante. Pensó que haría pizzas y así complacerte uno de los pocos días que lo visitabas para que te prepare unas cuantas pastas, pero le otorgaron el cargo de Buzz Boy para que prepare jugos, ensaladas, postres, tragos y lave como mierda de platos. El primer día terminó cansado, sintió que fue un error el haberse metido a trabajar en un restaurante donde laboraba cinco horas diarias, y casi todas de noche, sin poder descansar aunque sea un ratito.
Tuvo varios amigos, quienes siempre lo invitaban a salir a discotecas o a tomar unas cervezas al finalizar el maldito trabajo; pero, él decía siempre que no. Porque tú nunca lo dejaste ser, porque tú siempre querías que él haga lo que tú le ordenabas. Y él, obediente, todo lo acataba. Llegaba cansado de trabajar, y tú le obligabas que así todo cansado te llamara o te visitara, y a pesar que te decía que estaba muy cansado, a ti no te importaba, porque sólo querías tenerlo bailando sobre tu mano, y gozar de ese dominio.
Suerte que era vacaciones, así los días de arduo trabajo podía llegar a su casa a descansar un buen tiempo. A veces salía de madrugada, y el barrio donde él vivía, lo sabes bien, es bastante peligroso. Las calles paran llenas de drogadictos, borrachos, rateros y no falta una que otra meretriz. Llegaba a su casa de madrugada, sólo tenía ganas de dormir y cerrar los ojos y descansar; sin embargo, no podía, ya que tú le llamabas preguntando dónde había estado, que con quién se estaba viendo, y que por qué llegaba tan tarde a su casa. Y él, siempre amable y contento, te contaba por todas las que tuvo que sufrir ese día de labor, y tú te molestabas y le colgabas el teléfono sin que él pudiera despedirse.
Seguro que debes de recordar muy bien ese infausto día. Sí, el diecisiete de marzo, ese día que ninguno de los dos olvidará. Él se levantó muy temprano, ya que durante toda la madrugada no pudo dormir. El infernal calor (y tú sabes bien cómo es el calor en su cuartucho, no hay ventilación y todo está juntito que ni espacio hay para caminar) lo hacía moverse para un lado y otro de la cama, y cada vez que lograba dormirse, soñaba con el bendito trabajo. Soñaba que los meseros lo apuraban, que sus entrenadores renegaban de su lentitud y los gerentes le llamaban la atención; a pesar que era un trabajador bastante aplicado y que era uno de los nuevos que más rápido aprendió el sistema de producción. Soñaba que cortaba tomates y que los huevos nunca se lograban sancochar, y que a parte de limpiar cada repisa de estación, tenía que baldear los pisos y lavar como cincuenta mil platos que los meseros dejaban en esa poza que cada hora tenía que cambiar de agua. En la mañana, al despertar, recibió una lamentable noticia: Su padre había sufrido un accidente de tránsito y estaba inconsciente en el hospital. Él, bastante apenado, te llamó por teléfono pero nunca contestaste. Justo ese día le tocó trabajar de noche. Y era martes, promoción dos por uno. Bastante apenado fue a trabajar, y ni bien llegó, vio sus tres pozas contaminadas y platos y vasos sucios por doquier. Empezó a lavar, a lavar y uno de los meseros justo botó toda la crema de leche al suelo, y le ordenó que trapee todo. Cogió su peluca y empezó a baldear y a trapear. Sin darse cuenta, vio que la cantidad de platos aumentaba. Cuando se dedicó a seguir lavando, le venían más órdenes; que un jugo de fresa, uno de guanábana, un frozeen de mango y un daiquiri de durazno. Los preparó todos, y los platos seguían aumentando. Un daiquiri de fresa y una piña colada. Una locura de chocolate y pie de limón. Necesito cubiertos y vasos regulares. Vio su reloj y recién había pasado una hora: Eran las 8 y ese día se quedaba hasta la una y media de la mañana. Toda la noche fueron un centenar de pedidos y una cantidad de platos que nunca acababa de lavar. Ese día terminó a las tres de la mañana, cuando ya casi todos los trabajadores se habían ido y habían apagado todas las luces.
Al salir, todos los taxis le querían cobrar diez soles, y él no tenía lo suficiente como para pagar esa cantidad de dinero. Se tuvo que ir caminando, y en el camino se cruzó con varios bandoleros que tuvo que evitar. Y cuando pensó que ya todo había acabado, una cuadra antes de llegar a su casa lo asaltaron y le robaron todo lo que tenía. Tuvo que contener las lágrimas, para su fortuna ese día no cargaba su tarjeta de crédito. Cuando entró a su cuartucho ya había amanecido, y ese día también le tocaba trabajar; pero, esta vez ya no cerrar sino abrir tienda. Durmió apenas una hora y se levantó alarmado. ¿Por qué? Porque tú lo estabas llamando. Le reclamaste que por qué no se había dignado a llamarte. Él te contó por todas las que tuvo que pasar, pero tú no querías más explicaciones y cortaste. Él se sentía morir, no podía ser tan desdichado.
Al finalizar el trabajo se fue a la universidad a matricularse, recogió su horario y se lo entregó al gerente para que sepa cómo manejar los cronogramas de trabajo. Eso fue lo peor: Se dio cuenta que no tenía tiempo para ti. Pobre Buzz Boy, pensábamos todos. A mí me tuvo bastante confianza, a mí me contó todas las cosas que le hacías sufrir. Me tuvo confianza porque siempre nos tocaba trabajar juntos y nos dimos con la sorpresa que queríamos ser escritores. Pero él me dijo que no estudiaba Literatura porque tú no le dejaste. Le habías obligado a estudiar en la San Martín de Porres la carrera de Administración. Fue allí cuando me interesé por ti. Me contaba que eras una niña y que le reclamabas de todo, y que le pedías el poco dinero que ganaba en esa tienda (eso es ser basura, en esa pizzería se gana una miseria y tú le pedías dinero), le pedías que te compre miles de cosas, y a pesar de ello siempre lo largabas.
Ya no sabía qué hacer, se estaba destruyendo de a pocos. Empezaron sus clases y empezó a salir mal, el chico brillante de esa universidad ya no era el mismo, y sus profesores le decían que se decepcionaban de él. En el trabajo rendía cada vez menos, a pesar que era un excelente trabajador, y todos le llamaban la atención, porque en la pizzería no aceptan vagos. Y tú que lo maltratabas y no le dejabas vivir, no le dejabas que saliera a la calle con sus amigos, le prohibías que conversara con sus amigas, no le permitías que saliera a comer solo, si algo tenía que hacer, te lo tenía que consultar o hacerlo todo contigo. Y él ya estaba cansado, siempre tuvo ganas de terminar contigo; pero, tú le amenazabas, le decías que no te deje, porque sino tú estarías siempre detrás de él acechándolo, siguiéndolo a todos lados, porque tú nunca lo dejarías libre. Se sentía pésimo, porque era tres veces esclavo: Esclavo de la universidad que no quería estudiando una carrera que no le gustaba, esclavo de un trabajo que laboraba sufriendo para ganar un mísero sueldo y esclavo de ti, porque si se revelaba, lo amenazaste con matarlo. Sí, con matarlo, y eso él me lo confesó llorando, hundido en la desesperación porque ya no sabía qué hacer para librarse. Y lo peor de todo fue que su padre, que estaba inconsciente, no soportó y se murió. Sí, murió su pobre padre y ya no había quién pudiese darle dinero. Ni siquiera pudo ir al entierro. Y tú nunca fuiste flexible, nunca sentiste compasión.
Durante un buen tiempo no lo vi. Los gerentes le dieron descanso una semana, al pobre Buzz Boy que cada vez está peor. Yo tuve que cubrirlo, preparando todos esos jugos y tragos y lavando platos. Hasta que una vez lo vi, a la salida del trabajo. Estaba como loco. Su madre no le podía enviar el dinero para la pensión, había desaprobado un curso, y tú lo estabas buscando para pedirle su sueldo. Traté de ayudarlo, pero evitó todo tipo de ayuda y se fue. Todos los días que me tocaba trabajar, imaginaba que las pizzas que tenía que cortar eras tú, y las cortaba con fuerza y rapidez, y todo el sudor que corría por mi rostro por estar al lado del horno me hubiera gustado que lo bebas, ese trago salado y sucio.
Tiempo después, los gerentes nos informaron que el pobre Buzz Boy había muerto (se había suicidado, eso me lo contaron sólo a mí, porque tú eres su amigo, Javier). Eso me dio una cólera infinita, porque a pesar que al Buzz Boy lo conocía poco tiempo, me había vuelto muy amigo de él. Y por eso te busqué y te busqué, hasta que di contigo. ¿Cómo? El Buzz Boy me dijo dónde vivías, hasta dónde te tenía que ir a visitar. En esa casa lejana de San Juan de Lurigancho, donde le hacías ir cuando él estaba cansado de tanto trabajar. Te busqué y te encontré. Te conté todo simulando odio y venganza por lo que le hiciste al Buzz Boy. Tú pensaste que te mataría por lo que le hiciste, pero te sorprendiste al saber que mientras él me contaba de ti, yo me enamoraba de ese sádico y maldito amor, me enamoraba de tu suciedad y maldad. Porque desde que me contó de tus maltratos, me excitaba la idea de poseer a alguien así. Por eso estoy aquí, esperando ser dominado y maltratado, sangrar al compás de tus azotes y cerrar mis ojos de felicidad, sudar y hacer que bebas esas gotas saladas como un verdadero trago que el Buzz Boy nunca te hizo beber.